Las cosas ya no son lo
que eran, eso desde luego. Una de las mayores decepciones de mi vida, por
ejemplo, me la llevé en el centro de belleza al que acudía a realizarme la depilación
láser. A ese mismo lugar acudían todas las gitanas y mucho de los gitanos de mi
barrio… para tomar rayos UVA. Así que la cacareada piel morena de esa raza que
puebla tantos poemas y canciones es, en realidad, fruto de las innovaciones
tecnológicas estéticas. “Para que te fíes de los gitanos”, recuerdo que pensé.
Pero este verano me
sucedió una cosa aún más sorprendente. Estaba pasando unos días en un pueblo de
los Alpes, en la muy católica Austria y me puse a ojear un catálogo de esos con
productos de teletienda. Aparecían por allí lindas figuritas de erizos, todo
tipo de utensilios para el hogar, la socorrida batamanta, recipientes para
dentaduras postizas… en fin, una serie de objetos que se suponen que hacen la
vida más fácil pero de los que se puede prescindir perfectamente. En esas
estaba cuando, de repente, aparece ante mis ojos la página dedicada a
vibradores masculinos y femenino. A ver, que no se me malinterprete, que yo soy
tan abierta y liberal como la que más, pero es que, a partir de ese momento, ya
no pude mirar con la misma cara a esos ancianitos que los domingos se ponen su
traje regional para ir a misa y luego a comer con la familia. Si ellos supiesen
lo que esconden en el cajón de la mesilla de noche…