lunes, 11 de julio de 2011

Días de verano

Cuando yo era pequeña se empezó a extender el concepto "segunda residencia", esas casas en la playa o en el campo en las que pasar los fines de semana y vacaciones. Muchas veces pertenecían a personas de clase obrera, con pequeños pisos en la periferia de Barcelona que encontraban así un desahogo. Siempre he pensado que sería más lógico vivir en una casa y tener un piso pequeño en el que pasar los días de asueto, pero la realidad del país es -o al menos ha sido- esta. En mi entorno fue, desde luego, un fenómeno muy popular: mis padres, muchos de mis tíos, los padres de mis amigos... Así, además, se extendió otro concepto: el de "Rodríguez". Como muchas de las madres de la época no trabajaban, al llegar julio, cogían a los churumbles (propios o, a veces, de hermanas, cuñadas o vecinas) y se iban para la "torre" mientras sus maridos se quedaban trabajando y, posiblemente, en la Gloria. Como entonces no había ni móviles ni Internet, por las noches tocaba paseo hasta la cabina para llamar al papi.
 En muchos casos, esas personas ya están jubiladas y aunque los Rodríguez están de capa caída, habría que acuñar un nuevo término para esas legiones de abuelos y abuelas que se llevan sus nietos mientras sus churumbeles -que ya han crecido- trabajan para pagar el alquiler, la hipoteca (de la primera residencia, claro, lo de segunda es ya ciencia-ficción) y las actividades extra-escolares. Así, si paseas por cualquiera de estas playas cualquier día de julio verás que la palabras más repetida es "yayo" o "yaya". También se pueden contemplar escenas enternecedoras como ver a una criatura de unos tres años móvil acercándose mucho el móvil a la boca para decir "me porto muy bien", mientras agarra la mano de su abuela.
Me gustan las horas que se deslizan perezosas entre los pinos, los almendros y los viñedos hasta zambullirse en el mar, la comidas familiares de sabor veraniego, con sus gazpachos, sus tortillas de patatas, su ensaladillas rusas y sus helados de postre, esa sensación de que el tiempo se ha detenido, de que todo es viejo y nuevo a la vez, en un eterno círculo de vida y muerte.

viernes, 1 de julio de 2011

Aquellos maravillosos años


Recuerdo muy bien el año anterior a mi entrada a la Universidad. Cómo olvidar el placer que me producía estudiar Literatura Española o Historia del Arte, las horas de bar en las que se fraguaron amistades que aún duran, las risas, los planes, los sueños, los anhelos… Pero también recuerdo la profunda angustia, el pavor que me producía la temida selectividad, aquel monstruo de varias cabezas que tenía el poder de decidir nuestras vidas. Algunos domingos, tras haberme quedado en casa estudiando, llamaba a mi querida Manoli y las dos llorábamos desconsoladas, pensando que jamás aprobaríamos. Mi madre nos calmaba diciendo que sí, que claro que íbamos a aprobar y que éramos las mejores. Después de un curso con algunas escenas dramáticas, con esa intensidad tan propia de la adolescencia, cuando se acercaba el gran momento, apenas me podía concentrar porque me enamoré de tal manera que en lugar de estudiar fantaseaba con el momento de poder estar juntos.
            Aunque parezca un poco extraño, tengo muy buen recuerdo de los días de la selectividad. Me tocó, proféticamente, examinarme en la Facultad de Filosofía y Letras y tengo muy presente aquella sensación de vínculo indestructible con mis amigos, esa solidaridad que da estar en una situación tan particular, con un objetivo tan claro y definido. Y luego que -supongo que por los nervios y por tener unas amigas realmente divertidas- nos reímos muchísimo, tanto, que acabaron por llamarnos la atención en la biblioteca. Y después de aquello me esperaba uno de mis mejores veranos con días de playa y piscina, noches de fiestas interminables bailando hasta que se hacía de día y dormir el tiempo justo para tomar fuerzas y volver a salir a la calle a disfrutar de la amistad, del amor, de toda aquella vida que tenía tantas ganas de vivir.

Quién me iba a decir, en aquel momento, que la selectividad iba a estar presente, de forma cíclica, muchos años, orientando mis clases hacia esa prueba o bien como correctora. Me emociona una y otra vez sentir la inquietud de las personas que se presentan y siempre intento dar los mejores consejos académicos para sacar buena nota, pero creo que, en realidad, siempre se me olvida decir los más importante y es que, pese a la trascendencia que le damos, no es más que un juego. Y desearles, también,  que la vida les ponga muchos retos y que los acepten; que no tenga miedo al fracaso y que no se engolfen en el éxito; que en los momentos de desolación, tengan siempre a alguien que les de mimos; que no pierdan nunca las ganas de aprender, de reír, de divertirse, de amar, de soñar y que, sobre todo, les acompañe a lo largo de toda la vida esa maravillosa energía de los 18 años.