domingo, 16 de diciembre de 2012

Calladita estás más guapa

En la última semana, cuatro personas me han aconsejado lo mismo, algo así como "no expreses tus opiniones en público, el ambiente está muy crispado en Cataluña y no se puede hablar". Con las cuatro personas, que no tienen relación entre sí, me une un profundo cariño así que me consta que me lo dicen por mi bien pero, realmente, claudicar, no decir libremente lo que se piensa -si tu voz es discordante, claro, si te sumas al discurso oficial no hay ningún problema-, es un tremendo fracaso para todas las personas, para las que opinan de una manera y para las que opinan de otra, porque en ambos casos se quedan sin poder ejercer el noble oficio de escuchar, de descubrir dónde están los puntos ciegos de su propio discurso, de saber en qué pueden estar equivocados y que parte de razón pueden tener los otros. En mi caso, que me doctoré en Filología Española y que llevo prácticamente la mitad de mi vida dando clases, es decir, consagrada en cuerpo y alma al aprendizaje y la enseñanza de la palabra, el fracaso es doble y demoledor. Sin contar, por supuesto, el déficit democrático que esto supone.
Estas palabras amigas venían a raíz de agrias discusiones sobre la ley Wert en las que me he visto envuelta con personas que, por otra parte, ni tan siquiera se habían tomado la molestia de echarle un vistazo al borrador. Y no se trataba de que yo defendiera dicha ley, ni mucho menos, tan solo de comentar ciertas obviedades como que el reputado éxito de la inmersión lingüística casa mal con los estrepitosos fracasos que cosechamos año tras año en el informe PISA o las conclusiones del informe Evaluación de las desigualdades educativas, presentado en octubre de 2011 por la poco sospechosa de españolismo "Fundació Jaume Bofill", en el que se concluye que el alumnado castellanohablante obtiene peores resultados que el catalanoparlante u otro dirigido por el catedrático de la UAB Ferran Ferrer en el que se afirma que Cataluña es líder de la OCDE en fracaso escolar de los emigrantes, con cifras mucho más elevadas que comunidades con mayor número de población inmigrada como Madrid.
Pero nada, el diálogo es imposible, entre otras cosas, porque la mayoría de las personas responden con eslóganes y frases hechas, muchas ellas de contenido fuertemente agresivo como "nos odian" o "nos roban" (me encantaría que la próxima vez que alguien tuviera la tentación de decir "expolio fiscal" abriera antes el diccionario) porque el insulto y la descalificación se han naturalizado hasta grados alarmantes en nuestro entorno. Sin ir más lejos, el 13 de diciembre de este año, el diputado Joan Tardà, a quien todos aquellos que cotizan en España le pagan generosamente su sueldo,  llamó "hijos de puta" en su Twitter a todos aquellos que, según él nos hacen daño como pueblo y como clase (supongo que se refiere a la clase burguesa a la que él pertenece). En Alemania, ya le habrían hecho dimitir por ello, pero aquí ha pasado totalmente desapercibido. O los lectores de El Periódico de Cataluña que en una noticia sobre un viaje de Muriel Casals a Europa se dedican a burlarse de ella por su aspecto físico. Uno podrá criticar las ideas que defiende esta señora o el dinero que recibe mediante subvenciones Òmnium Cultural pero, desde luego, no es de recibo reírse de ella porque la consideran fea.  Por otra parte, lo grave de esa noticia es que fue publicada con nada más y nada menos que 15 errores léxicos, morfosintácticos y ortográficos. Y es que, como decía, la poca corrección y el insulto están admitido, lo mismo que discutir de temas sin ningún tipo de conocimiento y repetir eslóganes sin ton ni son. Como dice mi amigo Rafael Arenas, este país no tiene solución y el otro, tampoco.
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