Cuando
teníamos 18 y 19 años, Paco y yo fundamos un grupo de teatro en la calle que se
llamaba “La Cirio” con el que montábamos unas escenas muy divertidas en las
fiestas populares. Se nos ocurría una performance
y movilizábamos a nuestras amistades, que nos secundaban encantadas. Qué
días tan luminosos, cuántos momentos divertidos, qué energía para poner en pie
las ideas más disparatadas. El nombre se lo puso Paco –el de este blog también
se lo debo a él- y reflejaba esa idea de llegar a los sitios y montar un cirio.
La primera acción que montamos fue en la Castañada del 91 y consistía en
aparecer en medio del baile que se organizaba en Rubí y montar un espectáculo.
Pese a que íbamos con ropa de los 70, hubo gente que creyó que era verdad y
acabó llegando a oídos de una de mis tías que me había casado. A partir de
entonces empezamos a decir que éramos un matrimonio y él solía hablar de mí
como su esposa y yo de él como mi esposo y gracias a esto conseguimos ciertas
ventajas, como que nos hicieran cuota familiar en el gimnasio al que acudíamos
juntos. En todo caso, si tomamos las preciosas palabras de “en la salud y la
enfermedad, en las alegrías y en las penas, hasta que la muerte os separe”,
puedo decir que en nuestro caso fue así.
Paco
ha estado presente en mi vida, de forma incondicional, estos veinte años.
Juntos hemos crecido, juntos creamos una forma de ver el mundo, un lenguaje
lleno de neologismos, una misma forma de pensar. Todo esto se fue gestando en
nuestras interminables conversaciones, en las muchas horas que pasamos juntos o
que hablábamos por teléfono cuando la distancia nos separaba (solo) físicamente.
Hace unos días, cuando fui a Gran Canaria a despedirme de él para siempre, vi
su coche aparcado frente a la puerta de su casa. Lo acaricié. Pese a que hacía
tiempo que se había comprado una furgoneta, aún guardaba su viejo a AX, testigo
de nuestras más íntimas confesiones cuando me acompañaba hasta mi casa por la
noche y no veíamos el momento de separarnos o cuando viajábamos por Mallorca o
por alguna de las islas Canarias en buscas de playas remotas.
No
puedo glosar en unas cuantas palabras como era Paco. El lenguaje es demasiado
pobre para describir su luz, su alegría, su bondad, su generosidad, su belleza,
carisma, su sabiduría… Imposible narrar tantos y tantos momentos mágicos, tanta
felicidad, tanto amor. Todas las personas que lo hemos disfrutado coincidimos
en señalar lo mucho que nos ayudó, lo mucho que aprendimos de él. Y es que era
un ser excepcional. En estos veinte años, cada vez que acudí a él, triste por
cualquier motivo, o totalmente destrozada en esos momentos que la vida me ha
vapuleado, Paco me consoló. Y cuando digo que “me consoló”, no quiere decir que
me dijera unas palabras amables o que me acariciara una mejilla, no. Lo que
quiero decir es que junto a él mi dolor de verdad desaparecía, era capaz de
calmar totalmente mi angustia vital. Resultaba imposible estar mal a su lado.
Era un ser tan angelical que imagino que ya no tenía nada que hacer aquí y que
por eso ahora está en un lugar mejor, velando por todos sus seres queridos como
siempre ha hecho.